domingo, 6 de junio de 2010

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"Gatito";
o como las cosas parecen más bonitas de lo que son cuando se maquillan en una historia con animales adorables;
o como las explicaciones, además de innecesarias, son ofensivas cuando se revisten de victimismo




Había una vez un niño. Un niño al que no le gustaban los animales. Más bien, no es que lo le gustaran. Lo que pasaba es que no quería que su vida girara en torno a ellos: le gustaba acariciarlos una, dos veces, pero al final siempre se acababa cansando y los abandonaba en la calle. Con el tiempo, el niño aprendió que adoptar animales para luego abandonarlos era cruel, así que se limitó a acariciarlos espontáneamente cuando los veía por la calle. Disfrutaba esos momentos, sencillamente, sin complicaciones, porque él lo que quería es acariciar, y los animales, al fin y al cabo, ser acariciados. Algunos animalitos, no obstante, insistían en acompañarlo hasta su casa, pero el niño no los quería y les cerraba la puerta en las narices. Su madre le reprendía, pero él no podía hacer otra cosa: así era, y no podía cambiarlo. El niño añoraba su juventud, cuando aún no se había corrompido su amor por los animales, cuando no estaba sujeto sólo a las caricias temporales.

Un día, el niño vio a un gatito muy bonito. Sintió ganas de acariciarlo, pero se contuvo. Sabía que no traería nada bueno, que el gatito le seguiría hasta su casa y que él tendría que prohibirle la entrada. ¿Porqué los gatitos necesitan vivir contigo? El niño, aunque no compartía esa necesidad, la respetaba, y por eso no acarició al gato la primera vez. Tampoco las siguientes. Pero, semanas más tarde, mandó a la mierda a sus convicciones y le pasó la mano por el lomo. El pelo del gatito era muy suave; tenía unos ojos muy abiertos y muy bonitos, y sonreía constantemente. El niño entendió que quería al gato. Pero tenía miedo: no quería dejarlo entrar en su casa. "Quédate ahí fuera", le dijo, señalando el florido jardín. El gato parecía feliz allí; correteaba, daba brincos, y no dejaba de sonreír. El niño lo acariciaba de vez en cuando, acostumbrándose poco a poco a la nueva presencia. Ya no le interesaban otros animales, porque el gatito estaba en su jardín.

El niño se levantó una mañana muy triste. Y además no vio al gatito en su jardín. "Qué extraño", pensó. Había pequeñas huellas felinas, así que siguió el rastro. Había otro niño acariciando al gatito, en su propia casa. El niño pensó que sería una confusión, o una broma, o un malentendido; pero no, el gatito, sin decirle nada, se había instalado en la casa de su nuevo amo. El niño lloró mucho y luego se rió, porque entendió cómo la culpa era suya, por confiar en los animalitos y dejarse engañar por su inocencia. A través del cristal, el niño vio cómo el gatito le miraba con ojos tristes y ponía caritas apenadas, pero a él todo eso le pareció una burda pantomima, y sólo hizo que le entraran más ganas de reír. Así, desquiciado y entre carcajadas, el niño volvió a su casa y rompió la cestita que le había estado preparando pacientemente al gatito. Y pensó que, en el fondo, no estaba seguro de que le hubiera dejado entrar. "Tal vez sea mejor así", pensó. El gatito era feliz, su nuevo amo era feliz, él mismo era pseudofeliz, como siempre había sido.

Más tarde se dio cuenta de que el gatito era más parecido a él de lo que pensaba. Tampoco podía sentir amor (o, al menos, por los demás), pero le gustaba engañarse y sentirse seguro en las casas. Poco importaba el dueño: el gatito sólo quería dormir entre mullidos cojines y estar calentito al lado del fuego. Las frías caricias en el jardín no eran suficientes. Pero eso a él ya no le importaba. Deseó para sus adentros mucha suerte al gatito y siguió su camino, tal vez no el más fácil ni el más agradable, pero sí el único que conocía.

Y el niño entendió porqué le gustaba tanto que Dios matara gatitos.



Víc.

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