martes, 18 de mayo de 2010

Mi mundo, tu mundo.

Mi mundo es un constante devenir de formas convulsas que se contraen y se expanden constantemente, fluyendo y girando sin parar, retorciéndose y gritando. Algunas formas son oscuras y otras más claras, pero siempre me confunden los colores, y el movimiento me aturde y no sé elegir. En el centro, a veces cierro los ojos y escucho. Sólo oigo el susurro de las nubecitas alargadas moviéndose, una fricción como de telas sedosas; y el constante latido de mi corazón. Lento y constante, lo oigo, vivo.
Veo también figuras sólidas, muchas veces con forma de personas, y que creo que se intentan comunicar conmigo; de ellas y ellos también emanan formas vaporosas que suben, bajan, y se unen al baile de mi mundo. Están muy difusas por la niebla. Cuando las miro, es como si un velo me cubriera los ojos, y cuando me hablan, sólo oigo murmullos incomprensibles. Pero sí, es indudable que me dicen algo.
Algunas formas sólidas son agradables, y me intento acercar a ellas. Quiero tocarlas con mis propias manos y saber qué son, y cómo saben, y qué quieren. Pero a medida que camino hacia las figuras, el velo se hace más intenso, los músculos se me fatigan y mis oídos se embotan más. Hago un esfuerzo y mantengo los ojos abiertos; concentro la vista y veo las figuras más definidas. Son de colores vivos, aunque algo difusos, y tienen los brazos abiertos: me están recibiendo, quieren abrazarme.
Y entonces ocurre. De repente, las formas que flotan en el aire se mueven desde todas partes, se condensan, crecen y me rodean. Noto cómo tiran de mis brazos y piernas, noto cómo se agolpan en mi cara y no me dejan respirar. Me veo envuelto en una nube negra impenetrable, y las figuras sólidas se van desvaneciendo ante mis ojos, también cubiertas por las corrientes oscuras de mi mundo. Alargo a duras penas una mano, la extiendo hacia ellos, pero entonces recibo un impacto brutal en el pecho que me proyecta unas cuantos metros hacia atrás. Caigo boca abajo y me quedo tendido en el barro, semiinconsciente.
Me incorporo lentamente, notando el sabor de la sangre en mi boca. Alzo la vista y veo como las sombras se reorganizan, parte volviendo a por mí, parte acosando a las figuras sólidas, ahora más lejos. No tiene sentido, pienso. Este es mi mundo. Con una nueva determinación, me levanto del todo, justo a tiempo para ver como las formas oscuras se abalanzan para rodearme de nuevo. Entonces abro los brazos y grito con toda la fuerza de mis pulmones; el sonido desgarrador hace eco en mi mundo y llega hasta todos los rincones.
Las formas oscuras se han detenido a unos metros, formando una barrera en continuo movimiento, sin acercarse más. Pero noto la presión que ejercen sobre mí, así que pienso que no aguantaré mucho tiempo. Intento controlar mis pensamientos y emociones, y me siento desconsolado. No hay nada que pueda ayudarme.
Entonces veo una sombra tímida, reptante, brillante, azul, que se acerca a mí. Destaca entre la oscuridad por su color y por su pureza. Cuando llega a mi lado, siento cómo, de alguna forma, se funde conmigo. Oigo una voz en mi cabeza que me dice: "Tus buenos pensamientos te ayudarán." Y entonces, salidas de la nada, formas coloridas y vaporosas aparecen y se me acercan. Cada una es el recuerdo de un buen momento, o de un buen sentimiento, o de un pensamiento noble, y me los susurran a medida que van llegando. Asombrado, me miro: soy como una estrella radiante en la que refulgen mil colores. Abro los brazos y grito, esta vez con más fuerza, y una onda amarilla, verde, roja, violeta, azul, rosa, naranja, marrón, blanca y turquesa barre el cielo de mi mundo, centrada en mí, mientras el rugido vital de mi garganta la acompaña y refuerza, y veo como las formas oscuras se contraen y se desvanecen, se acobardan y huyen, asustadas. Me siento más vivo aún.
Ahora no hay nada que nuble mis ojos ni entorpezca mi camino. El aire está fresco y limpio, y todo se ve más alegre, sin el monopolio de la escala de grises: ahora veo y ahora escucho con impaciencia los sonidos de un mundo que no creía que fuera el mío. Ya no hay duda de que las figuras sólidas son personas, personas que están tumbadas en el suelo. ¿Qué les pasará? Me acerco, brillando.
Lo que me parecían muchas figuras, se transforman, de repente, en una sola. Es una mujer muy hermosa que parece dormir entre la generosa hierba; está desnuda. Su piel es suave a la vista y huele a leche y a miel caliente. Pero hay algo en su rostro que me cautiva, no sé si es la sonrisa, o la inocencia que desprende, o sus labios rojos. Me quedo admirando su boca perfecta, y decido que quiero besar esos labios.
A medida que me acerco, un halo rojo intenso sale de mi boca, y otro de la suya, como anticipándose al contacto. Se unen en el aire y se mezclan con pasión. Siento cómo si hubiera perdido una parte de mí, pero no me importa si es para dársela a ella. La beso.
En ese momento, y para mi sorpresa, ella abre los ojos. Los tiene marrones y cautivadores. Me mira fijamente un instante y luego sonríe; después, empieza a reírse con dulzura.
Y es entonces cuando me doy cuenta de que es una trampa. La nube roja que nos rodeaba se emponzoña y se oscurece, se hace pesada y me corta la respiración. Ella sigue riéndose, ahora con crueldad, con el gesto retorcido, mientras su cuerpo se descompone y libera olas y olas de lodo pestilente. Me empuja, y su tacto me quema la piel. De repente, todo el paisaje pierde su color, y las sombras negras reaparecen, saliendo del suelo, materializándose de la nada, abalanzándose, girando en un círculo cada vez más estrecho, y más, y más, hasta que me arañan la carne.
Ahora, ella no es más que un cuerpo podrido y corrupto. Ya no tiene ojos; ahora las órbitas oculares son pasto de gusanos. Aún así, me mira, y también se ríe, aunque su mandíbula haya dejado de moverse. Las nubes negras maltratan mi pobre cuerpo sin cesar. Noto cómo se meten por los agujeros de mi nariz y llegan a los pulmones, desgarrándome por dentro. Intento reunir fuerzas, pero ya no me quedan. Busco a los buenos pensamientos, pero ya no están. Lo único que veo es un baile esperpéntico que gira sin parar a mi alrededor.
La risa no para, aunque el cuerpo de ella se haya convertido por completo en polvo. Es entonces cuando me parece distinguir algo. Esa risa me resulta familiar. Conozco esa risa. ¿No soy yo mismo riéndome? ¿No es mi risa la que se me tortura, acaso no me estoy riendo de mí mismo? Caigo de rodillas y me siento más débil que nunca. "Este es mi mundo", me quejo, con voz apagada. Pero no tengo fuerzas para detener el torbellino que me aplasta. Descubro entonces que todo lo he creado yo. Que todo lo ha creado mi mente. Que mi mundo es así, que las sombras negras son mis malos pensamientos e incapacidades, y que me dominan.
Aterrorizado, casi cubierto por el lodo, la sangre fresca me llena la boca y me resbala por la cara. Alzo la vista más allá del manto oscuro que me rodea, pero sólo veo oscuridad, y la risa malvada se intensifica hasta volverse insoportable. Busco con desesperación algo a lo que aferrarme, pero las figuras sólidas, las sombras de colores, todo ha sido corrompido por el lodo y las sombras negras. Me pitan los oídos. Intento hacer un último esfuerzo, me rechinan los dientes, pero todo es en vano. He caído en mi propia trampa, y pierdo la consciencia y me derrumbo.



Y el tuyo, ¿cómo es?

En respuesta a Laura (Nakashe).




Víc.

domingo, 9 de mayo de 2010

SOBRE TOLERANCIA Y RELIGIÓN


Nuestros padres siempre nos decían de pequeños que debíamos respetar y tolerar a todo el mundo. Aunque fueran diferentes o no pensaran igual que nosotros. Luego, cuando ya eramos algo más mayores, nos encontrábamos con una contradicción, con algo que nos confundía: ¿merece todo el mundo ser tolerado? Sin duda, nos decían que no, que no todo debe ser respetado. Nos decían que aquello que no respeta a los demás, aquello que no tolera algún comportamiento humano, o aquello que intenta recortar la libertad individual (siempre dentro de sus límites lógicos), no merece ni respeto ni tolerancia. Pero, a esas edades, lo que nos decían era: no hay que tolerar lo que está mal. Simple, pero cierto.

En principio, todo ser humano y todo acto que de él o ella se derive merece la tolerancia del resto de seres humanos, en aras de respetar la libertad individual. Pero antes de ofrecer nuestra tolerancia, los actos deben pasar por una especie de filtro, que seleccionará aquellos que nos parezcan aceptables y aquellos que merezcan nuestro rechazo absoluto. La libertad debe enmarcarse siempre dentro del respeto a otros humanos, y si una actuación determinada quebranta ese principio básico, entonces el acto pierde su derecho a ser tolerado. Y la sociedad no sólo puede, sino debe, rechazarlo con contundencia.

En el filtro de la tolerancia no se tienen en cuenta valoraciones personales, sino principios universales que son comunes a toda la humanidad y están por encima de nosotros. Que algo no nos guste no nos da derecho a no tolerarlo. Pongamos que Pedro odia los helados de fresa; al fin y al cabo, es libre de hacerlo, puede odiar lo que quiera. Ahora, imaginemos que Pedro se dedica a boicotear a todos los niños que se compren un helado de fresa (ya sea tirando el helado al suelo, o amenazándoles, o agrediéndoles, o haciendo campaña en contra de los helados de fresa, o increpándoles por sus gustos), amparándose en su odio y transformándolo en intolerancia. Para todos es evidente que Pedro está equivocado y que no tiene ningún derecho a mostrar ningún tipo de intolerancia hacia los helados de fresa.

Ahora pensemos en Alfonso, que observa con ojos atónitos la campaña anti-helados de fresa de Pedro, y que incluso le ve acusando a un niño por su elección de sabor. ¿Sería legítimo que Alfonso mostrase su intolerancia hacia Pedro? ¿Sería legítimo que Alfonso rechazara tal comportamiento injustificado e intentara hacerle entrar en razón? Alfonso se acerca con determinación a Pedro y le dice que no tiene derecho a actuar en contra de los helados de fresa. ¿Y cómo reacciona Pedro? Pues Pedro pone el grito en el cielo e invoca su derecho a ser respetado. “Debes respetar mis creencias; ¿acaso yo no respeto las tuyas?”.

Ahora dejémonos de helados y pensemos en la religión. En nuestro símil, la intolerancia hacia los helados de fresa, que todo el mundo tomaría a modo de chiste, es sustituida por valores tan tolerables y respetables como la misoginia o el sexismo, por ejemplo. Porque es ley divina que el sexo femenino esté siempre supeditado y sumiso al masculino. Dios castigó a ambos sexos, pero se le fue más la mano con las mujeres: todo sufrimiento que reciba ella estará justificado porque fue Eva la que ofreció la manzana a Adán. Y si no, escuchen lo que le dijo Dios: “Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Parirás con dolor los hijos y buscarás con ardor a tu marido, que te dominará.” De ahí a justificar la violencia de género no hay mucha diferencia. Porque si la mujer de Dios se pone tonta, a Dios se le suelta la mano. Amén.

O la homofobia. Porque sólo hombre y mujer pueden ser pareja, no se admiten más combinaciones. Todo lo demás es una abominación y merece ser calificado como “enfermedad”, sin hablar del absoluto y completo rechazo que les profesaremos. Fomentar la segregación y la marginación hacia todo aquel que no sea completamente heterosexual está totalmente justificado, puesto que esas tendencias repulsivas son las que pervierten y degeneran a los niños, a la sociedad y a los valores morales. Ser homosexual es un delito en muchos países, y lo sería en muchos más si la decisión se dejara en manos de religiosos. Parece poco, teniendo en cuenta que, para algunos entendidos, la homosexualidad es la causa de los abusos pederastas de miembros de la jerarquía eclesiástica a menores.

Sin olvidar tampoco el racismo o la promoción del odio hacia aquellos que no pertenecen a la religión propia. Para los fanáticos de una religión, el resto del mundo se divide en infieles y ateos, y ambos merecen ser objeto de intolerancia y lucha activa, o, como mínimo, ser observados con lástima, como quien observa a un ser inferior o a un condenado a muerte. No es necesario recordar que las cruzadas medievales, muy lejos de haberse extinguido, siguen vigentes, ya sea en el más puro ámbito violento (cambiando las espadas y catapultas por modernas ametralladoras y coches bomba) como en un sentido sutil y elegante, marginando en un país al resto de creencias o educando a los niños en una única religión. Sobran los ejemplos.

O, ¿qué me dicen de las trabas que pone la religión al avance en materia de ciencia, derechos civiles o ética? La igualdad es difícilmente concebible para alguien que odie a los homosexuales o se crea superior a las mujeres, o incluso para mujeres que acepten su rol de sumisión al hombre. La libertad no se consigue cuando el aborto se niega a ultranza, incluso en casos de violación o malformaciones en el feto, basándose en las premisas de un Dios inflexible. El derecho a la salud no se alcanza cuando las investigaciones científicas son frenadas o ralentizadas por una ética absurda que se extrae de libros escritos hace cientos de años. Una sociedad religiosa es una sociedad anclada en el pasado, temerosa de los cambios, intolerante con el progreso y, en general, con todo aquello que valore personalmente como erróneo o incorrecto.

Pero no deberíamos dejar de lado un tema importante: la violación de las mentes de los niños que supone imponer (enseñar) una religión desde la más tierna infancia, no sólo en escuelas privadas o concertadas, sino también en escuelas públicas. Es inadmisible que tal posibilidad (que habitualmente llega a convertirse en obligación, si la presión de grupo es suficientemente fuerte) sea consentida tanto por los gobiernos como por los ciudadanos en general. Pero claro, es de esperar que los incesantes esfuerzos de la religión, combinados con la tolerancia que se le profesa sin merecerlo, tengan, como mínimo, algunos resultados.

Así que, en efecto, la intolerancia hacia los helados de fresa es risible, y ustedes bien podrán mofarse a carcajadas... pero no tanto estos temas. Pedro podría ser cualquier religioso o creyente que, activa o pasivamente, defendiera los ideales que hemos esbozado, y Alfonso, cualquier persona que abriera los ojos, se diera cuenta del abuso y se dedicara a rechazarlo por todos los medios posibles.

La religión no es tolerable. Los ideales y creencias que propugna, no son defendibles de ninguna manera, ni merecen ningún respeto, por violar los derechos más básicos del ser humano. Ningún religioso nos podrá acusar de intolerantes, pues, como hemos dicho, no tolerar la intolerancia es un deber equiparable a la legítima defensa, y si ante una injusticia alguien decide callarse o su rechazo no es contundente, entonces se convierte en cómplice de todo lo que se derive de esa injusticia. Si no mostramos abiertamente nuestro rechazo, nosotros también estaremos a favor de la misoginia, la homofobia o el odio infundado, por poner unos ejemplos.

Ante la religión, debemos defendernos. Tenemos el derecho a defendernos y a proclamar que no creemos en sus valores, que sus creencias son inadmisibles y que sus intentos por imponer su manera de pensar y su modo de vida a toda costa son, además de ridículos, imposibles. Les diremos que forman parte de un grupo con una jerarquía corrupta y que huele a podrido, les diremos que sus esfuerzos no les servirán de nada , y les diremos que, tarde o temprano, alguien verá amanecer un día en que la humanidad esté totalmente liberada de prejuicios, dogmas y fanatismos. Un día sin religión.



Víc.





lunes, 3 de mayo de 2010

canciones













"Twisted tongues will place you in their category
Face to face you'll hear them tell a different story
Loose lips may sink ships, but honesty's forever
Eyes of envy try to cut and try to sever

Cowards that hide behind their words
Don't care whose feelings will get hurt
Their eyes are blinded by their rage
Beware the voice without a face."



"covered in cowardice", Billy Talent



Víc.